diciembre 02, 2016

Misterioso bar

Santander son varias ciudades pegadas una encima de otra. Casi literalmente. 

En toda ciudad a partir de un cierto tamaño ocurre que cada barrio acaba desarrollando una personalidad propia. Las distancias son lo suficientemente grandes como para que cada uno tienda a moverse principalmente por los bares, tiendas y calles de su barrio, que acaba convirtiéndose en un pueblo o ciudad dentro de la ciudad. Al final son los centros comerciales de las afueras y el "paseadero" donde van los mayores a ver y dejarse ver por las tardes los únicos lugares que terminan conectando estas pequeñas sub-ciudades separadas.

En Santander esto también es así, pero multiplicado por la topografía. La ciudad es tridimensional y orientada a lo largo. Los montes de municipio se alargan todos en forma de lomas de eje este-oeste, separadas por cuestas más o menos pindias (palabra muy cántabra que significa "empinada") que sólo los jovenzuelos más vigorosos o las ancianas más tenaces recorren voluntariamente a diario. Y a esto hay que añadirle las vías del tren, con la misma orientación este-oeste y que parten la ciudad dejando un tercio de ella completamente a desmano. Aparecen así "bandas" de ciudad casi desconectadas entre sí: el eje alto Monte-Cueto al Norte, separado por la autovía del eje bajo de Las Llamas-Los Castros, separados por una subida del eje alto del Alta, separado por vertiginosas cuestas y miradores del eje bajo centro (subdivido a su vez en lo que está arriba y abajo del Ayuntamiento), tras el que se vuelve a subir al eje alto de la Calle Alta, y después el abismo de las vías de tren y finalmente el eje doble de las calles Castilla y Marqués de la Hermida, con su satélite del Barrio Pesquero que también tiene su personalidad e idiosincrasia propios. Ocho ciudades en una. Cuando voy a los cafés científicos que organizan mis colegas el último viernes de cada mes en la zona Castilla-Hermida, siempre tengo la sensación de haberme movido a un par de ciudades o tres de distancia.

Cuento todo esto porque yo, como todo el mundo, solía moverme solamente en dos o tres de las sub-ciudades de mi ciudad: la de mi casa, la del trabajo y, de cuando en cuando, la de los vinos. El resto de ciudades de Santander me eran casi totalmente desconocidas. Esto ha cambiado recientemente desde que me apunté a clases de teatro los jueves por la tarde. 

Mi escuela de teatro está en una subciudad que, a vuelo de pájaro, está a trescientos metros de mi casa. En unidades subjetivas de distancia urbana, está casi en otro país. Mejor dicho, en otro siglo. Se trata de una ciudad de 1960.

Los edificios son de los años sesenta, y no se han molestado en disimularlo con capas de pintura como en el resto de Santander. Las tiendas parecen de los sesenta también. Y los bares... ¡los bares son puro Cuéntame! Ya no quedan bares como esos ni siquiera en mi pueblo. Yo pensaba que ya no había bares de viejo como los de antes. Pues bien: en esta otra ciudad a trescientos metros de la mía hay a patadas.

Cada jueves me llama la atención uno de ellos. Está siempre petado de clientes: todos ellos hombres, y ninguno con menos de setenta años. Es algo impresionante. Se trata de un local grande, con grandes cristaleras, de luces fluorescentes y atmósfera que, a pesar de que la ley prohíba fumar en los bares, tiene más smog que Londres en plena revolución industrial. Supongo que será fritanga. Todos los hombres visten como hacía mi abuelo. Y lo que más me llama la atención es sus posturas. Cada uno mirando en una dirección distinta: uno a la tele, otro a la máquina tragaperras, otro a la pared, otro al techo, otro al periódico, otro al calendario de Piensos Purinox de 1964. Cada cual con su copa de Soberano en la mano, sin hablar nadie con nadie. Como vigilando el aire.

Y así jueves tras jueves.

Estoy fascinadísimo. A veces me entran ganas de entrar, pero no me atrevo. Estoy seguro que los parroquianos me mirarían con tal intensidad que se desgarraría el tejido del espaciotiempo y el bar implotaría en una singularidad cronológica, posiblemente destruyendo el universo en el proceso. Casi mejor que no. 


1 comentario:

Alex dijo...

Muy interesante la forma en la que describes las ciudades interconectadas. Supongo que casi todos lados son así en la actualidad. Todas las ciudades crecen y se funden con sus vecinos.
Y bares (o tiendas o restaurantes o lo que sea) donde se conservan las formas de antaño son excelentes lugares para visitar (como cualquier universo paralelo, buenos para visitar pero no para vivir). Así he visto algunos tanto en mi ciudad natal, en México DF y aquí en Inglaterra. Siempre he querido volverme uno de los regulares, pero creo que nunca lo he conseguido.
Anímate a entrar!

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